C-067 Profesor y reconversión educativa (Fernandes)

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Acción del profesor en la reconversión educativa

 Es un hecho que hablar de neutralidad psicológica, no deja de ser un bello deseo, muchas veces inconsciente, de ocultar hechos y de manifestar el miedo a inclinarse hacia algún sitio, cuando ello es necesario; pues, hasta el profesor más auténtico, al implicarse de lleno en la actuación pedagógico-educativa, en lo que dice, en lo que hace, en lo que exterioriza mediante el estilo o el proceso de enseñanza que elige, con la mirada que lanza o el gesto que inicia, logra que su mensaje sea interiorizado de modo diferente y en distinto grado, no sólo de acuerdo con el desarrollo psicológico e intelectual, sino también según sean las vivencias emocionales, afectivas y sociales de cada uno de los alumnos.

A pesar de esas limitaciones, propias de la subjetividad humana, constitutivos de la normalidad humana, es necesario que el profesor se encuentre a sí mismo, con su identidad humana y profesional en una actitud congruente de aceptación personal.  Por eso para conseguirlo es necesario se libere de determinados principios que desde siempre lo tienen alienado y lo obligan a renunciar a una buena parte de su identidad, manteniéndolo separado de su autenticidad.

El profesor, como la realización personal, deben ser constantes "llegar a ser".  No deben, por tanto, verse condicionados por estereotipos sociales ni por prejuicios de naturaleza Normativa o de resistencia al cambio ya que, como hemos visto, tanto el sistema educativo como las relaciones sociales y humanas no pueden cambiar sin ejercer algún tipo de cambio en el conjunto de las relaciones entre el profesor y el alumno.

Esta oposición a los cambios por parte de los docentes, que parecen tanto mayores cuanto más se sube en la escala jerárquica de la institución escolar o académica, encuentran la razón de ser en el principio fijado de que el profesor es el representante de la sociedad.

La interiorización de este principio lleva al profesor a "robotizar" sus actitudes, a estereotipar sus comportamientos, a encamar ante sus alumnos la imagen del "hombre perfecto", privado de emociones, insensible, dando una imagen de hombre deshumanizado y con una conducta totalmente artificial.  Todo, según dicen, en aras de la ética profesional.

Por extraño que parezca, lo menos que puede revelar un análisis de la situación, es la no aceptación de su persona, la constante utilización de mecanismos de defensa ante el temor de encontrarse con su propia fragilidad, con su inseguridad personal y su inestabilidad emocional.

Este proceso lleva al educador a "desidentificarse" consigo mismo y su imagen, fruto de la presión de esa pseudo-ética profesional, se vuelve una segunda naturaleza.  A partir de aquí, toda la actividad del profesor queda caracterizada por la ambivalencia, ya que considera que esa imagen idealizada forma parte integrante de sí mismo y no como un ideal que deberá ser analizado y adaptado a su propia personalidad diferenciada.

Esta situación de ambivalencia vivenciada engendra profunda confusión en el universo del profesor: deja de saber quién es y lo que es.  Solamente sabe lo que debe representar y, quizá, a quién debe imitar.  De ahí nace la razón de tantos conflictos intrapsíquicos, del enorme desgaste afectivo-emocional y de tantos agotamientos de la clase docente.

Este comportamiento introduce al profesor en un "círculo vicioso"; lo hace esclavo de esa imagen ficticia, y lo incapacita para asumir sus propias emociones personales y sus sentimientos individuales.  Y muchas veces, cuanto más intenta encontrar su verdadera naturaleza, más refuerza la ficticia.  Se hace rígido, se opone a los cambios, huye sistemáticamente de las situaciones nuevas.  El miedo a vivir experiencias humanas concretas empieza a formar parte de su personalidad.

Ante este diagnóstico resultante de la experiencia en psicología clínica y educacional, nos vemos tentados a afirmar que el cambio en el sistema educativo es, si no imposible, muy difícil; ya que el profesor, inmerso en ese cuadro clínico, vive como un extraño en relación a sí mismo, tiene anulado el espíritu de iniciativa y destruido su potencial creativo.  Vive de estereotipos, miedos y recelos.

El cambio de un sistema educativo estará, por tanto, condicionado al cambio de los profesores.  Para ello es preciso en primer lugar, que éstos acepten su Yo real y su vivencia personal en una perspectiva de constante reedificación y permanente devenir; reconociendo su Yo ideal como una entidad aparte, leitmotiv de su Yo real.

Al ser la autenticidad la necesidad más profunda de todo equilibrio psíquico, ésta deberá ser también la característica dominante de la personalidad de todo profesor.  Sólo ella llevará al educador a la aceptación de sí mismo y de los demás y se convertirá en el fundamento de todo acto relacionar o comunicativo.

 Un profesor así:

      -                    no se verá precisado a desviarse de sus propios sentimientos;

-                     se presentará tal cual es;

-                     será receptivo;

-                     no impondrá a los demás sus sentimientos;

-                     no mostrará actitudes defensivas ni prejuicios en relación con nadie;

-                     ya no tendrá que hacer esfuerzos para parecer diferente de lo que es, sino sólo para cambiar y llegar a ser ante todo aquello que puede ser.

 

Esta disponibilidad psicológica y afectiva de apertura, sensibilidad y de cambio, conduce al profesor a comprometerse completamente en la situación pedagógica, a entregar su totalidad a aquello que cree, dice, hace y es.  Su pedagogía pasa entonces a convertirse en una experiencia vivida, en una "aventura interior", ya que ésta se va a presentar como un proceso de transformación, cambio y evolución de otro que actúa, reflexiona, asocia y crea.

La funcionalidad congruente del profesor lo llevará a manifestar siempre una propensión a establecer relaciones auténticas y dinámicas.  Sus expectativas sobre los alumnos, las actitudes y el comportamiento de éstos, al mismo tiempo que la percepción que en cada momento posee de la situación, le dictarán el tipo de relación más conveniente.

 Esta relación para ser auténtica deberá: 

1.                  Tener como base la estima por el otro.  Estar dispuesto a aceptarlo y a respetarlo con su personalidad, aptitudes y centros de interés.

2.                  Comportarse con los demás como quisiera que se comportaran con él.

3.                  Sentir el mundo del otro como si fuera el propio (comprensión empática) sin nunca olvidar el atribuírsela (como si... porque no es mío).

4.                  Situar a los alumnos frente a problemas que tengan significado serio para ellos, sobre todo los provenientes de dificultades experimentadas en el enfrentamiento con la vida.

5.                  Proporcionar a los alumnos todos los recursos disponibles, incluida la propia persona.

6.                  Salir del aula siempre que sea posible para crear ocasiones de conversación y de discusión que interesen a la formación de los educandos. 

Y         además: 

      La relación del profesor con los alumnos debe ser un proceso de interacción recíproca.  Debe ponerse en actitud de aprender con ellos.  Pongamos el ejemplo del alumno que molesta en el aula.  Puede suceder que esté intentando decirle al profesor que siente necesidad de captar su atención; o el caso del que muestra poco interés por el trabajo, que puede indicar un defecto en el programa o un fallo en el proceso enseñanza-aprendizaje.  Una situación muy frecuente es la del alumno con un rendimiento escolar insuficiente.  Podrá ser síntoma de una situación familiar anormal, de una estructura personal con marcadas carencias efectivas, o de una programación mal adaptada o de algún defecto en la estructura misma de la escuela.

            En el proceso enseñanza-aprendizaje, el profesor no debe olvidar que se trata de una personalidad que se pone en relación con otras personalidades -los alumnos- y que mediante su personalidad ejerce sobre ellos una gran influencia.

            El profesor debe presentarse en el aula como motivador y un ocasionador del aprendizaje y de los centros de interés del educando.  Debe situarse al nivel medio de la clase, pues, si la comunicación es demasiado difícil, provocará la desorientación del alumno al sobrepasar las posibilidades de comprensión; pero si es demasiado sencilla, crea frustración en él, pues considera inútiles sus esfuerzos y se ve en la imposibilidad de demostrar lo que es capaz de hacer.

      Afirmar que la presencia de estas dotes interiorizadas en la conducta del profesor, constituye, a nivel social, el profesor ideal, no pasa de ser una afirmación muy subjetiva.  Ello es debido a que, tanto los profesores como los alumnos o los padres y la misma sociedad, se forman una imagen del buen profesor a partir de unos moldes conscientes y de otras estructuras inconscientes, viéndose ese perfil sujeto a muy diversas oscilaciones.  Entre tanto, una cosa es segura: el profesor que actúa con autenticidad, responde con flexibilidad a las situaciones educativas, utiliza soluciones apropiadas y manifiesta una conducta maleable, nunca contribuirá a formar personalidades neuróticas ni con inclinaciones psicóticas, caracteres que abundan en nuestros sistemas educativos. 

Cualidades de un buen profesor (Dr. Fontana): 

el profesor debe manifestar respeto y conocimiento de las necesidades de los alumnos

entusiasmo por el proceso enseñanza-aprendizaje;

conocimiento de la debilidades y necesidades de cada alumno;

seguridad al tratar con los educandos;

curiosidad personal;

capacidad de organización.

 Aunque ya lo hemos dicho, el cambio en la humanización de la enseñanza y de la hominización de la personalidad de] educando, debe efectuarse a través de una actuación pedagógica lo menos directiva que sea posible, y sólo hasta que el alumno pueda prescindir de ella.  Para ello el profesor debe proporcionar al alumno un clima abierto y receptivo, teniendo en cuenta no sólo sus necesidades y valorando sus potencialidades, sino aplicando nuevos métodos y procesos didácticos que van apareciendo, de modo que debe aspirar a formar de cada alumno un ser pensante, libre, activo y creador.

 

Este objetivo educacional está íntimamente ligado a una de las finalidades de cualquier función o tarea que se desarrolle en el aula: "enseñar a aprender y no sólo transmitir conocimientos"; no desarrollar en el educando un determinado número de aptitudes, sino efectuar un trabajo de formación de la personalidad, de preparación de la inteligencia, de desarrollo de la sensibilidad y de inserción social y profesional, con el fin de despertar la creatividad, disciplinar el ejercicio de las propias aptitudes y valorizar las cualidades con el objetivo final de llegar a la máxima rentabilidad.

Para ello es necesario que el profesor muestre interés permanente por su desarrollo propio, por su actualización y capacitación, lo que supone la existencia de unas actitudes de dinamismo y actividad.  Este dinamismo exige una tendencia constante a crear las circunstancias psicológicas y materiales favorables al desarrollo de sus cualidades, apertura a experiencias ricas y variadas, interpretación sistemática de los acontecimientos, tomando en consideración todas las interpretaciones posibles y orientando las suyas a su perfeccionamiento profesional y hacia la adquisición de nuevas informaciones en un clima de aceptación de los cambios.

Novedades Abril 2.000