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¿ES
PUBLICA LA ESCUELA PUBLICA? Esta
pregunta, en parte puramente retórica, podría formularse de diversas maneras.
Por ejemplo: ¿es pública la escuela estatal?, ¿sirve la escuela pública al
interés público?, ¿prima en ella el interés público o está subordinado a
otros intereses que no lo son?, ¿funciona la escuela pública como un verdadero
servicio público? En el título de este artículo hay ya dos ambigüedades que
conviene disipar: la primera es que, al hablar de escuela
pública, me refiero a la escuela estatal —no importa de qué administración
dependa—, no a las escuelas sostenidas
con fondos públicos, que incluyen las concertadas, si bien una buena parte
de lo que diré podría aplicarse también a ellas; la segunda es que, al
preguntar si es pública, me refiero exactamente a si tanto el interés
público —el interés de toda la sociedad— como los intereses del público —los intereses de los alumnos que
asisten a ella y los de sus familias—, aun parcialmente subordinados éstos a
aquél, priman sobre los intereses de otros sectores, en particular sobre los
del personal del centro y, más concretamente, los del profesorado. Adicionalmente,
quiero aclarar de antemano otra cuestión: aunque, en el aspecto que voy a
tratar, algunos de los problemas que señalaré, que derivan en gran parte de
los privilegios del funcionariado y la falta de control sobre su trabajo, están
lógicamente menos presentes en la escuela privada, sea o no concertada, de ello
no se desprende que ésta se sitúe, rebus sic stantibus, más cerca ni del interés público ni de los
intereses del público. Lo primero no sucede, sencillamente, porque una buena
parte de la enseñanza privada se caracteriza todavía, en España, por un
fuerte componente ideológico —religioso o no— y una vocación clasista que
se traduce en mantener a distancia a los alumnos más “problemáticos”, lo
cual casa mal con el interés público, cuando no se opone abiertamente a él.
Lo segundo, tampoco necesariamente, o al menos no en la medida que cabría
esperar de la sola consideración de los defectos de la pública, dada la
elevada dosis de pura y simple mercadotecnia
que hay en su relación con la clientela. Además, si la escuela pública, aun
dependiendo de una administración más o menos centralizada, es ya más diversa
de lo que en principio se piensa, distribuyéndose los centros en un continuo
que va de lo óptimo a lo pésimo, o viceversa, la escuela privada aún lo es más,
al depender de un sinfín de particulares, empresas, cooperativas, franquicias,
órdenes religiosas, movimientos pedagógicos, etc. Empecemos,
pues, de nuevo: ¿es pública la escuela pública? Sí, por supuesto, en cuanto
que es financiada por fondos públicos, su titular son los poderes públicos y
sus trabajadores son funcionarios públicos, pero la pregunta no era tan
sencillamente tautológica. Cuando se discute en el mundo de la enseñanza sobre
el modelo educativo global, y particularmente sobre la estructura del sistema,
suele distinguirse entre escuela pública y escuela estatal
: la primera estaría al servicio del interés público; la segunda, al de los
designios del Estado o del gobierno. Esta distinción fue particularmente
popular en la época de la transición política y en todo el debate que tuvo
lugar desde ésta hasta la aprobación de la LODE. Se quería con ello señalar
que la escuela pública no debía ser utilizada por el poder político para
fines opresores o partidistas, por lo cual se reivindicaba la autonomía de los
centros, la libertad de conciencia del profesorado, el pluralismo ínter y/o
intracentros, etc. Aunque nunca hayan desaparecido tales riesgos (piénsese, por
ejemplo, en las veleidades manipuladoras tanto de los nacionalistas y
regionalistas como de la exministra Aguirre), lo cierto es que la pregunta tiene
ahora otro sentido. La
jerga legislativa y los portavoces de la escuela privada concertada han
confluido a veces en englobar bajo el la expresión escuela pública tanto a la estatal como a la privada concertada.
Para los partidarios de la pública, sin embargo, la concertada no lo es tanto,
pues, aunque esté financiada con fondos públicos y sujeta a una regulación
relativamente estricta, la propiedad privada de los centros y las prerrogativas
de los propietarios cuestionarían ese carácter: la ley y la financiación,
pues, no bastan. Sin duda tenemos razón, pero la cuestión que toca hoy es la
siguiente: ¿bastan, del otro lado, la ley y la titularidad estatal para
garantizar que la llamada escuela pública sea inequívocamente pública? Mi
opinión es que no; que, aun en
esas circunstancias —o precisamente en ellas—, es posible una subordinación
de la escuela a otros intereses, concretamente a los intereses más espurios de
los profesionales del sector, que puede calificarse abiertamente de apropiación,
en la medida en que intereses y objetivos públicos
(los del alumnado, la comunidad entorno y la sociedad global) quedan
subordinados a los intereses y objetivos privados
(de cada profesor) y corporativos (del
conjunto del profesorado), a veces hasta el punto de su abandono. Eso es, creo,
lo que ha tenido lugar en el último periodo, sobre todo en el último decenio.
Intentaré explicarlo. Primero.
No ha habido una sola reforma del calendario o el horario escolares que no haya
consistido en reducirlos. Se ha repetido hasta la saciedad, sin el más mínimo
fundamento, que la llamada jornada continua (y, por tanto, intensiva)
iba en interés de los alumnos; se ha aplicado ya en buena parte de España,
prometiendo maravillas y complementos extraescolares que nunca han funcionado;
se han impuesto por la vía de hecho vacaciones y fiestas semiclandestinas como
la impresentable semana blanca o los días
de entrega de notas; se ha convertido en costumbre empezar el curso el último día y terminarlo el primero
dentro del plazo discrecional que fijan las instrucciones de la Administración;
se ha vuelto indiscutible que, puesto
que el horario se puede reducir en
junio y septiembre, se reduce. Resulta casi grotesca la frivolidad con que
numerosos enseñantes vocean las pretendidas excelencias de la jornada continua,
afirmando que diversos estudios las demuestran, para no ser jamás capaces de señalar
ni uno sólo. En sentido contrario, clama al cielo que, cuando las últimas
noticias sobre el fracaso escolar indican que éste afecta de nuevo a un tercio
de los alumnos que terminan la ESO, a nadie se le ocurra la posibilidad de
utilizar horas adicionales e incluso el mes de julio para concentrarse en los
alumnos de menor rendimiento, cuando, teóricamente, el profesorado está
disponible —a pesar de la eficacia probada, ésta sí, de políticas como la doposcuola
italiana (prolongación del horario escolar) o las summer
schools norteamericanas. Como resultado, numerosas familias acuden a la
privada en busca de horarios menos concentrados, servicios más eficientes,
actividades más diversas y mecanismos de recuperación veraniegos. Segundo.
Se supone que los profesores disponen de una parte importante de su tiempo
pagado (en la práctica, la mitad de las horas en la escuela primaria y casi dos
tercios en la secundaria, por no hablar de un total de dos meses no lectivos
pero tampoco vacacionales) para dedicarlo a la preparación de las clases, la
renovación de los programas o el perfeccionamiento profesional, pero, aunque
muchos lo hacen, otros muchos no, y no existen mecanismos ni legales, ni económicos,
ni siquiera morales que les fuercen a hacerlo. La autonomía
profesional se traduce para muchos en simple tiempo
libre retribuido. Como resultado, el de enseñante se ha convertido en un
empleo potencialmente a tiempo
parcial, pero remunerado, en todo caso,
a tiempo completo. Se ha confundido de manera interesada la nmuy loable reducción
del horario lectivo de los profesores —que podría incluso ser conveniente
llevar aún más lejos, ya que se trata de una actividad fuertemente
estresante—, con la reducción de su horario laboral, que es cosa bien
distinta. Nadie niega, por supuesto, que el horario sigue siendo de treinta y
siete horas y media semanales, pero son muy pocos los que lo practican. Recuérdese,
por ejemplo, el lamentable espectáculo del amotinamiento de buena parte del
profesorado canario de enseñanza secundaria contra la hora
25, es decir, contra la exigencia de pisar el centro por la tarde ¡un día
a la semana! Como actividad profesional que es, imposible de regular al detalle,
y por deber discurrir sólo parcialmente en el aula y en contacto con los
alumnos, la calidad de la docencia depende en gran medida de la voluntad del
profesor, voluntad que depende de su vocación, su motivación, etc. Sin
embargo, esa autonomía sólo puede funcionar asociada a dos cosas: de un lado,
a un elevado nivel de conciencia profesional o, si se prefiere, a una cultura profesional que socialice adecuadamente a los componentes de
la profesión asegurando que interiorizan en grado suficiente las normas de
conducta y rendimiento que le son específicas; de otro, a mecanismos de control
internos y externos adecuados para disuadir a los que incumplen esas normas. Ni
una cosa ni otra funcionan hoy, de modo eficaz, en la enseñanza no
universitaria. Tercero.
La mayoría de los intentos innovadores de las Administraciones y, en especial,
cualquier propuesta de que el profesor se responsabilice de algo que no sean su
clase y su aula, tropiezan con una denodada resistencia. Por eso menudean los
conflictos por las tutorías en secundaria, por la vigilancia de los recreos en
primaria, por la atención a los comedores, por las salidas y actividades
extraescolares, etc., se reducen al mínimo la atención a los padres, el
trabajo de las comisiones pedagógicas, las coordinaciones de ciclo, los
seminarios, etc. y se evitan tanto en los claustros como en los consejos
cualesquiera discusiones de fondo, no ya sobre la educación en sí, sino sobre
los elementos básicos del funcionamiento cotidiano. Parte del profesorado sigue
apegada al libro de texto como fuente última de la organización docente, y
propuestas como la atención a la diversidad de niveles e intereses en el aula,
la apertura el medio, etc., se quedan, tan a menudo como lo contrario, en simple
papel mojado. Como resultado, las reformas se degradan de modo decisivo, cuando
no naufragan, en proceso mismo de su aplicación. Cuarto.
Aunque la LODE, y luego la LOPEG, han tratado, con mayor o menor acierto, de
otorgar autonomía a los centros y
asegurar su gobierno democrático por
el conjunto de los sectores implicados, el profesorado mantiene una actitud
entre indiferente y hostil hacia la participación. La mayoría no quiere ser
parte del Consejo Escolar, se procura que sus reuniones sean puramente
rutinarias, se le hurta información, se reacciona corporativamente ante
cualquier crítica de padres o alumnos, se mira con desconfianza a las
asociaciones de padres, etc. En general, la presencia de otros en el gobierno
del centro (otra cosa es su utilización como mano de obra auxiliar) es vista
como un engorro impuesto, como una intromisión;
como la otra cara, por decirlo de la manera habitual, del pretendido vaciamiento
de competencias del claustro —pretensión que no resiste el más mínimo
contraste con la realidad. Como resultado, la gestión democrática y compartida
de los centros se ha convertido en muchos de ellos en poco más que una ficción.
Los proyectos educativos de centro, en los que deberían plasmarse tanto la
apertura del núcleo profesional del centro a la especificidad del entorno
social como la aportación de éste a la tarea educativa, se limitan, las más
de las veces, a expresiones rituales de buenos deseos que nadie niega, pero que
carecen de cualquier articulación o implicación prácticas. Los proyectos
curriculares simplemente no son discutidos en Consejo, limitándose los
representantes no docentes a constatar que existen, e incluso el Claustro no
suele ir más allá de aceptar y sumar lo que propone cada ciclo, seminario o
departamento. Las programaciones y memorias anuales son pasadas apresuradamente
al Consejo, que las suele informar de modo favorable sin entrar en ninguna
consideración de fondo. En general, los Consejos se encuentran con que sus
resoluciones son ineficaces sin el Claustro o que están predeterminadas por él:
por eso los profesores no los toman en serio y los padres y alumnos terminan
desilusionándose de ellos. Quinto.
La dirección del centro se ha desmoronado, como institución, en favor del
claustro. Con un discurso antijerárquico,
el profesor ha conseguido convertirse en dueño
y señor de su clase, su grupo o su aula, de los que no responde sino ante sí
mismo. Es decir, en irresponsable.
Nadie sabe nada del vecino ni tiene por qué informarle, ni tampoco a la Dirección,
lo cual es lo más parecido al caos. A pesar de lo que diga la ley, ni la
dirección ni el Consejo Escolar pueden dar un solo paso sin el Claustro, y la
actividad habitual de éste consiste en asegurar que nadie lo dé, ni saque el pie de su reducto. Los directores
tienen que elegir entre asumir el papel de meros administradores, sin liderazgo
ni objetivos, o entrar en conflicto con sus colegas, con un alto coste personal
y dudosos resultados: por eso nadie quiere ser director. La clase de profesional
y de persona que acepta desempeñar este cargo así concebido no es
necesariamente la misma que se ofrecería para llevar adelante un proyecto de
cierta enjundia, y la desgana con que se asume se ve parcialmente justificada
por la ausencia de otras candidaturas o por el procedimiento sustitutorio de
designación administrativa (que no impediría, sin embargo, presentar un
proyecto a los órganos correspondientes ni solicitar una manifestación formal
de su apoyo, es decir, presentar ante ellos una moción de confianza, y que se
está convirtiendo en una manera de llegar a la dirección sin compromiso
alguno). Como resultado, los centros son a menudo organizaciones ineficaces, a
veces una mera suma de profesores, y, para el alumno, todo depende de la suerte,
de quién le toque en el aula, sobre todo como profesor-tutor en la escuela
primaria. Sexto.
El claustro informal (el pasillo y la
sala de profesores) y, si es preciso, el formal, se encargan normalmente de
enfriar los ánimos de los profesores que, por su nivel de actividad o su afán
de innovación, ponen en evidencia el inmovilismo de los demás. Nadie debe
destacar sobre la mediocridad ni sobre
el bajo nivel de compromiso
imperantes. Como resultado, la enseñanza se ha convertido, precisamente para
los mejores profesionales, en un escenario sin incentivos, más bien jalonado de
sinsabores, mientras campan a su antojo los que tienen una visión puramente
instrumental de su trabajo. En los buenos centros sucede exactamente lo
contrario: que el clima propiciado por unos objetivos compartidos, un alto
compromiso moral y un buen nivel profesional es suficiente para arrastrar o, al
menos, para impedir que actúen como obstáculo los elementos menos dispuestos. Este
es el papel y éstos son los logros de lo que bien podríamos llamar la quinta
columna en la escuela pública, ya que su actividad roza a veces el
sabotaje. Es verdad que la enseñanza pública se encuentra hoy, como cualquier
otro servicio del Estado del Bienestar, bajo un fuego cruzado en el que
participan el neoliberalismo, la sacralización del mercado, el gobierno de la
derecha, etc., pero su principal enemigo no está fuera, sino dentro: son esos
profesores para los cuales es tan sólo un lugar de trabajo, de un trabajo por
el que sienten escaso entusiasmo, y que durante el último decenio han logrado,
una vez tras otra, conseguir más por
menos. Son ellos los que provocan que numerosas familias escapen
despavoridas hacia la escuela privada, pues, como en todo proceso de migración,
antes y más importante que el pull
(el tirón, lo que atrae al punto de destino), está el push
(el empujón, lo que repele del punto de origen). Sin embargo, eso no
les impide, una y otra vez, manifestarse en
defensa de lo público, pues, después de todo, lo público es suyo, y cada vez lo es más. Para
terminar de suministrar motivos a quienes, a estas alturas, ya me habrán
incluido en la lista negra de los
enemigos de la escuela pública o de la profesión docente, voy a añadir un
intento de explicación de por qué ha sucedido esto, y lo haré nombrando tres
elementos innombrables en una crítica, rozando lo políticamente incorrecto: me refiero a la feminización y la
desvocacionalización de la profesión y a la irresponsabilidad acomodaticia de
los sindicatos. Es
un lugar común que, en España, las mujeres se están incorporando lentamente
al trabajo remunerado, extradoméstico, y que, cuando lo hacen, se ven sometidas
a una doble responsabilidad que puede
convertirse con facilidad en una doble
jornada. Un famoso libro de los años sesenta, La familia simétrica (de M. Young y P. Willmott), defendía la idea
de que ésta surgía a partir de la sustitución de la norma “varón empleado
+ mujer ama de casa” por la de estar ambos empleados tanto fuera como dentro
del hogar (de ahí la nueva “simetría”)... para admitir enseguida que, en
realidad, las familias, no pasaban de dos a cuatro empleos (dos dentro y dos
fuera) sino, transitoriamente, a tres (el hombre fuera y la mujer dentro y
fuera). En otras palabras, es un lugar común que la división sexual del
trabajo se resiste mucho más a cambiar en la esfera doméstica que en el
mercado de trabajo, por lo que las mujeres de estas generaciones están cargando
con un fardo histórico que las generaciones próximas no sabrán agradecerles.
Esto produce, lógicamente, una búsqueda constante de empleos a tiempo parcial
y una no menos constante presión por convertir en tales otros que no lo son.
Naturalmente, esto se consigue de distinta manera en el sector privado y en el público:
en el privado, las mujeres se ven abocadas a empleos a tiempo parcial, sí, pero
también más precarios, peor pagados, sin oportunidades de promoción, etc.; en
el público, por el contrario, es posible ir recortando las obligaciones, sin
recortar los salarios e incluso aumentándolos, hasta producir un ajuste
similar, que permita compatibilizar las dos jornadas, dentro y fuera. En este
empeño colaboran, desde luego, los enseñantes varones, tal vez por unas
peculiares preferencias trabajo/ocio, porque ello posibilita el pluriempleo o
por no resistirse a la corriente dominante, mientras que en un sector no tan
feminizado probablemente se habría producido otra dinámica bien distinta,
centrada en un mayor empeño en subidas salariales aun a costa de la
intensificación o prolongación del trabajo real. Lo irónico de esto es que,
cada vez que el profesorado, fundamentalmente femenino, logra una nueva fiesta,
otro día de suspensión de las actividades docentes por el motivo que sea, otro
caso de aplicación de la jornada continua, empezar el curso un día más tarde
o aplicar el horario de verano un día antes, quienes pagan el pato son ante
todo, aparte de los alumnos, sus madres, que tienen que recurrir a complejos
arreglos familiares, vecinales, etc. o, simplemente, limitar aún más su
empleabilidad extradoméstica. Unas mujeres, las maestras, resuelven su papeleta
a costa de otras —que, por cierto, son muchas más, en razón 25 a 1,
aproximadamente. Otro
cambio importante en la profesión afecta al papel de la vocación en la misma.
No creo incurrir en el vicio de afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor si digo que la profesión docente
ha dejado progresivamente de ser vocacional. Aunque no debamos engañarnos
tampoco sobre lo que fue —se ha escrito abundantemente sobre el maestro como desertor
de su clase social, etc.—, cabe afirmar que el magisterio y, en menor
medida, el profesorado de la enseñanza secundaria se nutrieron durante decenios
con personas que volcaban en él una vocación de servicio al prójimo de raíces
cristianas o que, como alumnos, habían visto en la escuela una ventana al
mundo, más allá de su entorno social inmediato, que deseaban abrir, a su
turno, a otros —o las dos cosas. El docente no era, a menudo, sino un antiguo
buen estudiante, que lo fue por encontrar en la escuela oportunidades inéditas
en su medio, y que decidía mantenerse en ella como adulto porque era lo mejor
que había conocido y, en cierto sentido, lo mejor que podía imaginar. Hoy, un
alumno de magisterio es, con más frecuencia de la deseable, alguien cuya nota
de selectividad no le permite estudiar otra carrera, y, un profesor de enseñanza
secundaria, alguien que preferiría estar ejerciendo su profesión fuera de la
escuela pero no ha en encontrado la manera de hacerlo. Ni están todos los que
son, ni son todos los que están, desde luego, y tal vez ni siquiera sean la
mayoría, pero, en todo caso, son demasiados. Finalmente, la dinámica sindical ha contribuido de forma decisiva a esta situación, aunque haya sido como una consecuencia no querida, como efecto perverso de una acción, en principio, dirigida a otros fines. En la dinámica de la movilización, que en la enseñanza no universitaria adopta siempre una forma asamblearia, quien quiera contar con la mayoría o aspire simplemente a ello —y todos aspiran— ha de dirigirse inevitablemente al denominador común, y otro tanto sucede en procesos como las elecciones de delegados. Ahora bien, el denominador común conduce siempre hacia abajo, generalmente hacia alguna variante de la consigna: queremos más por menos, que resulta chirriante para un grupo que se considera a sí mismo una profesión (vocacional, entregada, responsable...) y que ejerce en una institución a la que proclama un servicio público. Paradójicamente, son los mismos sindicatos que reivindican la defensa y la calidad de la escuela pública los que alientan el despertar de los elementos más corporativos, aun cuando parte de su base sea la que, por otro lado, alimenta los movimientos de renovación pedagógica y otras alternativas comprometidas y renovadoras: en la acción colectiva, el resultado agregado dista siempre notablemente de la simple suma de las voluntades individuales. Desde luego, no todo es desolación. No es simplemente que haya excepciones, sino que hay muchos magníficos profesionales, educadores vocacionales que, con independencia de su mayor o menor conformidad con sus condiciones de trabajo, saben que el suyo es un servicio público y le entregan lo mejor de sí mismos. Es posible, incluso, que éstos sean la mayoría, pero lo característico de la situación actual de la escuela pública es que, a diferencia del periodo anterior (entre la transición política y 1988), se han visto desbordados por los otros. Igual que las malas hierbas se imponen sobre el trigo, le quitan el agua y le tapan el sol, así, los enseñantes sin vocación ni responsabilidad se imponen hoy a los que las tienen. Quizá porque no hemos sabido aplicar la vieja máxima campesina, recogida hasta en la Biblia: separar la cizaña del trigo. Desde fuera, ésta debería ser la función de la carrera docente, que hasta el día de hoy no ha pasado de ser un pío deseo de algunas fuerzas políticas reformistas rechazado sistemáticamente por el sector; desde dentro, habría de ser una de las consecuencias naturales de una profesionalidad bien entendida. |
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